¡Hace 15 años, no!
Aquel 29 de abril, hubo una masacre hídrica promulgada por Carlos Alberto Reutemann, que primero silenció la voz de alerta, después aseguró que la zona no estaba comprometida y finalmente ubicó a las víctimas en «una dimensión desconocida». Ojalá, ojalá fueran 120 mil marcianos inundados con «total normalidad», ojalá no fueran seres humanos ahogados de impunidad. Ángeles de la soledad, amanecen cada día viviendo en el 2003, porque esos 43 barrios siguen sumergidos todavía y porque no existe categoría para semejante impotencia, un tsunami delirante de negligencia que no puede ser catalogado como «inundación», porque uno se inunda cuando ve cómo el agua va subiendo por su casa, ¡no cuando desaparece su casa! Ni su barrio, ni su árbol, ni su libro del Che. ¿Pero de qué hablamos, cuando hablamos de «inundaciones en Santa Fe»?
Hablamos del agua que nunca se fue.
Hablamos del más profundo río Salado desbordando las pupilas de la Negra Albornoz, cuando señala esa casilla, que parece deshabitada, pero no. Ahí vive refugiada la madre de Uriel, que tenía 21 días cuando se ahogó, porque nadie pudo rescatarlo del impacto entre dos canoas colapsadas por decenas de personas que saltaban desesperadas desde los techos hacia una madera que no aguantó, se partió y se lo tragó. Desde entonces, Vanesa no puede sostenerse a sí misma. Quedó ahí adentro y parió a otra hija, mientras algunos las niegan como niegan a 30 mil. ¿Saben cómo le puso?
Le puso «Abril».
Hace pocas horas hubo asamblea poderosa en Barrio Chalet, para mirarnos a los ojos, hasta sacar toda el agua que llevamos adentro. Hablamos de 15 abriles y 158 muertos, como esa beba recién adoptada que también se ahogó, cuando su balsa se partió contra el Estadio de Colón. Para los inundadores nunca existió. Y para los negadores, es otro número en discusión. Para Cintia, no. Para Cintia que viajaba junto a esa embarcación, no. Para Cintia que la vio morir, no. Hablamos de una tabla y un policía remando, que no pudo timonear y rescatar a una nena con las mismas dos manos. No pudo. La vio hundirse en la muerte, en la noche, en el pozo negro de la mierda humana. Miró a su madre, miró a su vecina, miró a Cintia. Sacó el arma que llevaba en la cintura y se pegó un tiro en el medio de la cabeza. Cintia tenía 12 años, cuando vio cómo la sangre inundaba sus pies.
Hablamos de Cintia,
que ayer pudo contarlo por primera vez.