A la mañana, bien tempranito, temprano, demasiado temprano, solían golpear el vidrio en la puerta de la redacción. Y una voz ronca, fastidiosa, malhumorada, preguntaba quién es. Nadie respondía. Gritaba otra vez. Seguían golpeando. ¡Quién es! Nadie respondía. Seguían golpeando. Gritaba otra vez. Repetida diez veces la misma secuencia, un hilito finito de voz se mandaba por la cerradura de la puerta. “Kevin”. ¡Qué pasó! No respondía. Seguía golpeando. ¡Qué pasa! “Vení”. ¡Pero qué pasa! Seguían golpeando. ¿Pasó algo? “Vení, abrí”. Cargando el sueño y la rabia, la voz ronca se acercaba roncando hasta la calle. Qué pasa. Nadie responde. Seguían golpeando. ¡Pero qué pasa, Kevin! Nada. La puerta se abría. Y sí, el petiso estaba ahí.
– Qué pasa, Enano.
– Nada, ¿estabas durmiento?
– Sí, más vale.
– Ah, bueno, ¡chau!
Se iba, de verdad, se iba, así, clavando una sonrisa imposible, en la cara de orto imposible, a la hora imposible. Pero ahora, ahora se van a cumplir 2 años, sin que nadie golpee ese vidrio en la puerta de la redacción, bien tempranito, temprano, demasiado temprano. Y ustedes no saben cómo se extrañan, ese fastidio y ese malhumor. Nadie golpea y nadie responde. ¿Pero saben qué? Hay un hilito finito de voz que todavía se manda por la cerradura de la puerta. Cargando la pesadilla y la rabia, la voz muda se acerca gritando hasta la calle. Qué pasa. Nadie responde. Siguen golpeando. ¡Pero qué pasa, Kevin! Nada. La puerta se abre. Y el petiso está ahí.